sábado, 11 de febrero de 2012

Algo que escribí ayer...

Mientras observaba a mi jefe colocando los productos de la caja en las estanterías yo tenía que firmar los papeles de la entrega:

QUERIDO SEÑOR CUESTA:
AQUÍ ESTA EL PEDIDO QUE NOS HIZO LA NOCHE PASADA POR TELÉFONO
COSTE DE LA LLAMADA: 1,55.
PEDIDO: LACA x5, PRODUCTO A 18%, PRODUCTO B 46%, PRODUCTO C 13%.
COSTE TOTAL: 196.985,98.
FIRMA: Jorge Garrido Carrión
GRACIAS POR USAR NUESTROS SERVICIOS, UN SALUDO, JORGE GARRIDO CARRIÓN.

                                                          ZANIFALIA S.L.

Eché la última firma y me atreví a preguntarle qué eran esos productos, yo no los había oído, ni visto, ni estudiado en mi vida.
- Esto, querido ayudante en prácticas, son unos productos muy especiales, así que tienes que tener mucho cuidado con ellos. Además de ser excesivamente caros, podrían ser el remedio que estamos buscando contra las enfermedades.
- ¿Qué tipo de enfermedades?
Como si yo hubiese hecho un chiste, empezó a reírse descontroladamente.
- ¿¡Qué pregunta es esa!? ¡Todas las enfermedades!
Se dio la vuelta y me miró, ahora ya serio.
- Si el experimento sale bien podríamos curar enfermedades, desde un simple constipado hasta la malaria.
- ¡Eso es imposible!
- Imposible… hasta hoy. Si sale bien.
Esto era una locura. Tal vez mi madre tuviera razón y el señor Cuesta estuviese chiflado, pero yo me moría de ganas por trabajar como ayudante del científico más famoso y conocido en toda España. Soraya, mi hermana, siempre decía que me buscase otro trabajo, que no quería que me volviese yo también loco y acabase en un manicomio.
A mí sinceramente me parece una chorrada que la gente piense que los científicos están locos. Puede que ha algunos se les haya subido el trabajo a la cabeza, pero había habido otros muchos que han descubierto cosas extraordinarias, y yo quería formar parte de ese grupo.
Cuando me dijeron que había un puesto libre como ayudante en prácticas en el Laboratorio de los Ángeles, no lo dudé un instante y me mudé a Valencia para poder trabajar con mi nuevo jefe, que además era el mismísimo Mario Baltasar Cuesta.
Yo ya había terminado la facultad hacía meses y era cuestión de días que cumpliera los 23 años. Compartía piso con mi mejor amigo y Beatriz, la dueña. Gregorio todavía no se había acostumbrado a convivir en un mismo piso con una mujer y mucho menos a respetar su intimidad, por lo que cada noche, siempre que yo volvía de trabajar me encontraba con una discusión nueva. Gregorio tenía un año más que yo y Beatriz… bueno, no nos lo había dicho todavía, pero era joven, eso sí. También había que admitir que era guapa, mucho, demasiado. Bueno, mierda, era muchísimo más que eso. Creo que no encontraría palabras para describirla.
Gregorio era el típico chaval que todavía se agarraba a la adolescencia, salía por las noches de copas y volvía a casa con una chica diferente. Beatriz era más tranquila, callada y muy reservada. Solo hablaba para decir “buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches”, “hola”, “adiós” y para quejarse. Yo me considero un chico trabajador, atento y soñador, a veces demasiado. Según mi hermana tengo talento para las historias. Hace un año, cuando todavía estudiaba en la facultad y vivía con mis padres y hermanos, se me ocurrió enseñarle a Soraya las historias que yo solía escribir, todas ellas iban de héroes o heroínas que salvaban el mundo de la pobreza y los maltratos. No eran los típicos héroes que iban en calzoncillos, volaban o tenían super poderes. No. Eran personas normales que de repente se contagiaban de productos tóxicos y se hacían más inteligentes, fuertes y bondadosos (no sé en qué estaría yo pensando cuando puse eso). Eran personas que tras descubrir lo que le habían pasado, decidían salvar al mundo de las miserias que nos rodeaban.
Bueno, a lo que iba, se lo enseñé a mi hermana y le encantó. Me preguntó un millón de veces si yo llegaría a ser escritor y un millón de veces tuve que contestarla que lo único que quería ser era científico para descubrir curas contra enfermedades mortales, como el cáncer. Para mí eso sería como ser Spiderman o Batman.
Me despedí de mi jefe y cogí mi abrigo del perchero. Ya había terminado mi turno de noche y como era viernes, no volvía a trabajar hasta el lunes.
Cogí un taxi y estuve 10 minutos pensando en esos productos tan raros que había comprado el señor Cuesta. La empresa tampoco me sonaba de nada, así que me prometí que buscaría información sobre ella más tarde.
El taxista me preguntó tres veces cuál era la calle y al cabo de 15 minutos (quitando el tiempo de espera cuando los semáforos estaban en rojo) llegamos a mi calle. Bajé de aquel coche de un blanco casi oxidado, pagué al conductor y le di las gracias.
Nada más entrar en el piso, Aurelio que era el portero, me saludó y me dijo que tenía correo nuevo. Intrigado me dirigí a mi buzón para encontrarme con un sobre bien gordo, con un sello rosa pegado. Aurelio me entregó además una caja de cartón bien grande (y pesada) que venía a juego con la carta.
- Deben de quererte mucho – me susurró.
- Sí, eso parece.
Eso o que se acercaba mi cumpleaños y ya me envían los regalos por adelantado.
- Buenas noches Aurelio.
- Que descanses.
Subí las escaleras con cuidado de que no se me cayese el paquete. El ascensor se había averiado y bendita sea vivíamos en un tercero. Llamé dos veces y, como siempre, Gregorio me abrió la puerta.
- ¡Pero tío! ¿Qué es eso? – preguntó señalando la caja.
- Ni idea. Me lo han enviado.
- Qué suerte tienes, si mis coleguis de Francia me enviasen cosas así…
- ¿Me estás escuchando? – preguntó una voz irritada.
La voz femenina de Beatriz hizo que temblara. Estaban en medio de una discusión y parecía que la iba ganando ella por la cara de cansancio que me ponía Gregorio.
- Aguanta – le susurré.
Él me sonrió y levantó el pulgar a modo de respuesta.
- ¡Gregorio! – gritó Beatriz.
- ¡Hombre! ¡Pero si sabes mi nombre! Vamos progresando, muy bien.
- ¡Cállate! ¡Que sea la última vez que entras en mi cuarto de baño sin llamar primero a la puerta!
Ah, era por eso.
- Tranquila – se cruzó de hombros – no eres la primera mujer que veo desnuda ¿sabes? Además, tienes unos pechos muy bonitos – sonrió.
Las mejillas de Beatriz se colorearon y le tiró una zapatilla. Gregorio se agachó y para mi desgracia la zapatilla aterrizó en mi cara, haciendo que soltase la caja que cayó al suelo provocando ecos en la sala.
- ¡Ah!
Caí al suelo y me tapé la cara en un inútil intento de defenderme. ¡A buenas horas!
- ¡Eduardo! ¡Lo siento mucho, de verdad! – Beatriz corrió a mi lado y se agachó para ayudarme a orientarme.
- ¡Ala! ¡Mira lo que has hecho! ¿Estás contenta? – gritó Gregorio.
- ¡No! ¡Tú no deberías haberte agachado!
- ¡Sí hombre! ¡Y dejar que esa zapatilla me diese a mí, no te jode! – se defendió.
- ¡Es que era para ti, tonto!
- ¡YA! ¡CALLAOS LOS DOS UN RATO PORFAVOR! – chillé.
Gregorio cerró la boca a regañadientes y Beatriz me ayudó a levantarme.
- Te sangra la nariz ¿voy a por hielo? – me preguntó ella.
- No tranquila, estoy bien. Se me pasará.
- ¡No te hagas el duro! ¡En el fondo te duele y estas llorando como un bebé nenuco! – dijo Gregorio. Beatriz le lanzó una mirada asesina y le ordenó que se fuera a su habitación y no saliera de allí hasta previo aviso. Gregorio muy divertido, obedeció la orden como si ella fuera su madre y él el niño travieso que ha roto un jarrón muy caro.
Los ignoré y me dirigí hacia la cocina, buscando por las encimeras un vaso.
- De verdad que lo siento – se disculpó Beatriz.
- No pasa nada. Estabas enfadada y al menos sé que esa zapatilla no iba realmente dedicada a mí, eso consuela.
Ella se rió y me llenó el vaso de agua fría.
- Es que a veces él me pone de unos nervios…
- Lo hace con todo el mundo. Él es así, le gusta causar jaleo.
Asintió y me miró. Era la primera vez que manteníamos una conversación de más de 5 palabras, no es broma. Me sorprendió la naturalidad con la que llegaba a poder hablar con ella. Desde que Gregorio me enseñó el piso y yo la vi por primera vez, siempre pensé que me costaría mucho ser natural al hablar con ella. No sé qué tenía Beatriz que me ponía nervioso y hacía que soltase estupideces carentes de sentido.
Sus brillantes ojos grises cual la niebla me miraban arrepentidos y culpables.
- No pasa nada, en serio. Esto le puede ocurrir a cualquiera – expliqué.
Justo en ese momento alguien llamó a la puerta. Beatriz la abrió y dejó entrar a una señora de más de 50 años, que por cierto estaba más enfadada que un perro sin su hueso. Era nuestra vecina de abajo, Doña Pili. Ella me recordaba a las abuelas que había por mi pueblo, que se sentaban en los bancos a marujear y de allí no había ni dios que las moviera hasta las siete en punto.
- Estoy más que harta de los ruidos que hacéis ustedes. Mi marido y yo no podemos disfrutar de un momento de paz por vuestro irresponsable jaleo. Un ruido más y me quejo a la comunidad de vecinos ¿entendido?
La mujer nos deseó buenas noches y cerró la puerta.
- ¿Y esto le puede ocurrir a cualquiera? – me preguntó Beatriz. La sonreí sin saber qué contestar.
- ¿Ya puedo salir, mamá?
Gregorio salió de su habitación y nos miró.
- ¿A qué vienen esas caras largas?
- La vecina del segundo ha subido a quejarse de nuestro ruido y nos ha dicho claramente que si volvíamos a hacer algo parecido se quejaría a la comunidad de vecinos – le expliqué.
- ¿Y qué?
Beatriz suspiró.
- Serás tonto e ignorante. ¡Intentará convencer a la junta para que nos echen a los tres! ¿Lo coges ahora?
- ¡Ah! Buah, no pasa nada. Tranquilos, me tenéis a mí. ¡Yo os protegeré!
- Eso es lo que me preocupa – susurré.
Y para acabar la noche, sonó el teléfono.
- ¿Qué más puede ocurrir?
- A lo mejor es el banquero diciendo que te han robado el dinero – contestó Gregorio.
- Eso, tú dale ánimos – dijo Beatriz.
Me escabullí de la pelea y cogí el teléfono.
- ¿Sí?
- ¿Eduardo?
- ¿Mamá?
A lo lejos pude oír perfectamente la frase de “no hay nada mejor que la maternidad de una madre para consolarte en momentos de estrés” que dijo Gregorio.
- ¡Sí! ¡Hola cariño! ¿Cómo estás? Agotado supongo. ¿Qué tal el trabajo?
- Muy bien. Hace un rato que he llegado.
- Ese Cuesta te hace trabajar mucho para esa birria de paga que te da. Deberías pedirle…
- No, tranquila. Me gusta lo que hago, y recuerda, no solo lo hago por el dinero.
- Ya… ¿Cómo esta Gregorio?
- Fenomenal, yo diría que bastante para mi gusto.
Gregorio corrió hacia el teléfono y gritó su “holaaaaaaaaaaaaaa señooooraaa Ramírez” dejándome a mí y a Beatriz -que también se había acercado- sordos. Mi madre se rió.
- Bueno, tengo muy poco tiempo. Todos quieren hablar contigo ¿a quién te paso primero?
- Me da igual.
- En ese caso te paso a Soraya que está muy nerviosa.
- Vale, vale.
- ¡Eduardito! ¡Hola!
- ¡Soraya! ¿Qué tal?
- Bien ¡he aprobado el exámen de Naturales! – gritó.
Soraya era una de mis tres hermanos. Era la mediana, por así decirlo. Tenía 12 años e iba a 1º de la ESO. Siempre estuve muy unido a ella. También al resto de mis hermanos, pero ella y yo siempre hemos pasado grandes ratos juntos. Yo le solía contar muchas de mis historias antes de dormir y ella siempre ha sido una niña muy alegre y llena de energía. El más pequeño era Oliver, de 10 años. Le encanta jugar al fútbol y es un friqui de las matemáticas y la tecnología. Lo triste es que heredó varios de los problemas que tiene mi padre. Y el más grande de la casa (sin contar conmigo) era Héctor, de 16 años. No era muy trabajador que se diga y hace poco recibí la noticia de que le habían pillado haciendo pellas con su novia. Le encantan las artes marciales y los botellones. Era un poco como Gregorio.
Mi padre es una de las razones más importantes por las que decidí ser científico. Desde que descubrimos que papá tenía cáncer y malaria, aparte de problemas cerebrales debido a un accidente de coche, decidí hacerme científico y no descansar hasta encontrar una cura para poder salvarle la vida.
- ¡Sabía que lo aprobarías!
- Uf, he estado muy nerviosa. Mi profesor al entregarme el examen me hizo la broma de que había suspendido y me eché a llorar en clase.
Me reí.
- Tuvo que estar ahí el pobre diciéndome que era broma, que había aprobado con sobresaliente y que ¡por dios, que me calmara!
- Y yo me lo he perdido.
- ¿Tú que tal en el trabajo?
- Bien, agotado pero bien.
- Oye te paso con Oly, que me tengo que ir a cenar ¡chao!
- Vale – sonreí - ¿Oliver?
- EL mismo.
- ¿Qué tal estás chaval?
- Bien.
- Ya solo me queda una semana para visitaros y celebrar el cumpleaños.
- Sí. ¿Has visto el regalo?
- ¿Qué regalo?
Gregorio me señaló la caja como si fuera lo más evidente del mundo. A través del teléfono podía oír la voz de mi madre diciendo que le pasara el móvil a Héctor.
- ¿Hola?
- Aquí estoy.
Esta vez contestó Héctor.
- ¿Te ha cambiado la voz? – pregunté.
- Yo qué sé.
- Sí, seguro que sí. La última vez que hable contigo tenías una voz más aguda.
- Serán imaginaciones tuyas, porque mamá no nota nada.
Fruncí el ceño.
- Supongo. ¿Estás bien? – pregunté.
- De puta madre.
Ignoré la palabrota y las risas de Gregorio para concentrarme en la charla que había estado preparando para él.
- Oye, ya sabes que como papá no puede darte consejos de padre a hijo… por las dificultades que está viviendo ahora… y que tú a mamá no la haces nunca caso… ¿es necesario que tenga que prevenirte del uso de los condones? ¿O ya eres tú lo bastante mayorcito para ocuparte de eso sin problemas?
Gregorio me hizo muecas graciosas y Beatriz intentó no atragantarse con el agua cuando pronuncié en voz alta “condones”.
- No seas viejo, que para eso te queda todavía una temporada. No soy tonto ¿cómo crees que se pondría mamá si le dijera que he dejado preñada a Esmeralda?
- Pero ya habéis…
Hablar de estos temas y encima delante de Beatriz y Gregorio no ayudaba mucho que se diga.
- ¡Por dios Edu! ¡Sí coño! ¡Ya hemos follado! ¡Y más de diez veces! ¡Tú tendrás 22 años pero eso no significa que yo no sepa ya todas estas cosas!
Gregorio estalló a carcajadas y a Beatriz se le calló el vaso al suelo, rompiéndose en más de trescientos trocitos de cristal.
- Y una cosa más Edu…
- Dime.
- No vuelvas a darme otra de estas charlitas “padre a hijo”. Yo me chuleo de que tengo un hermano mayor que ya vive en Valencia, no me hagas cambiar de opinión.
- De acuerdo – suspiré.
- ¡Y tú también aprovecha, que me he enterado de que vives con una chica que esta buenísima! ¡No la dejes escapar! ¿Eh?
- Descuida.
Gregorio señaló a Beatriz y siguió riéndose. Ella lo ignoró y me miró avergonzada.
- Bueno, besos de parte de mamá y de papá, que no puede ponerse. ¡Adiós chaval! ¡Nos vemos el 12 de Diciembre! – gritó.
Así fue como me despedí de mi familia y colgué. ¡Vaya día!
- Héctor es la ostia tío. Me cae muy bien – rió Gregorio.
- Cállate.
- Ya me encargo yo de recoger esto, vosotros podéis iros ya a dormir – dije agachándome para recoger los trozos de cristal con sumo cuidado.
- ¿A la cama a estas horas? No, ni de coña. Yo me voy a la disco. ¡Hasta mañana!
- Adiós.
- No vuelvas – susurró Beatriz.
Sonreí y cogí varios trozos de cristal. Gregorio cerró la puerta de la entrada dándonos a entender que ya se había ido y que estábamos solos.
- Yo te ayudo. El vaso lo he tirado yo.
Asentí. El buen rollito de antes había desaparecido y ya no sabía qué podía decirla. ¿Qué pensaría ella del comentario que ha dicho mi hermano? ¿Creerá que me voy a aprovechar de ella? Dios mío, qué difíciles son las mujeres.
En silencio tiramos el resto de los cristales a la papelera y nos encerramos en nuestros cuartos.
                            Continuará... o tal vez no ;)

2 comentarios:

Pura dijo...

Bueno, bueno... estás lanzada ¿eh?

Tatiana dijo...

jajaja un poco xD