miércoles, 7 de marzo de 2012

Escritos Colectivos

La música era ensordecedora, tanto que apenas era capaz de sentir nada más (casi era de agradecer). Con la cantidad de gente que me rodeaba agradecía no tener que pedir a mi cerebro que apagara sentidos como el olfato o el tacto, simplemente estaban apagados, la música mantenía al cerebro suficientemente ocupado, bueno, al menos en parte, porque no impedía que pensara. Me habría encantado, pero parece que una vez empieza jamás se vuelve a parar, no hasta que mueres.

Estando en el metro, en hora punta, sin espacio suficiente ni para leer tenía que hacer mucho calor, seguramente hubiera mucho ruido, pero nada de eso parecía importar. Parecía que nada volvería a importar.

No importaban. La muchedumbre era una imagen perdida y translúcida, el vagón me transportaba sin apenas sentirlo. Y yo me elevaba por encima de todos y de todo, dejando mi sombra tejida al suelo como única prueba de haber estado ahí. Sólo mi sombra, mi alma ahora era un fuego artificial y mi corazón una paloma mensajera. Atrás quedaban el denso ruido a enjambre y la elevada temperatura. Todo ese molesto remolino que juega a invadirnos. Atrás sólo quedaba mi sombra y las demás sombras como el esqueleto fosilizado de una realidad que se esfuma.

Ya no sentía el sudor corriendo por mi pelo, ni la velocidad del vagón, ni tan siquiera sentía la masa pastosa de cuerpos.

Todas las sensaciones que tenía fueron lentamente sustituidas por otras nuevas. La primera fue el azul, o el verde, más bien una mezcla de ambos, como el mar; el color a mar llenando mis pulmones una y otra vez, entrando y saliendo con cada respiración.

Después vinieron las manos, sentí las manos cálidas y descansadas. Poco a poco se movieron solas. Era un movimiento lento que acompasaba la respiración. Iba moviendo de lado a lado imitando las olas del mar.

Con la sensación de tener las manos vivas vino finalmente la música al principio muy lejana y luego cada vez más cerca. Era otra vez esa música que lo llenaba todo, que lo escondía todo, que devoraba mis instintos y preocupaciones dejando sólo mi cuerpo material. Esperaba que cuando terminara la música y volviera en mí, el vagón de metro y toda la gente que me rodeaba hubieran desaparecido. Nunca había necesitado tanto un hombro en el que apoyarme, y o digo porque mis piernas habían dejado de sujetarme, el suelo me recibió como si llevara tiempo esperándome, pero no era el sucio y duro suelo del vagón, sino una mullida alfombra de césped, Jim Morrison había gritado Break on Through por última vez y por fin reinaba el silencio, abrí poco a poco los ojos deseando que por fin hubiera ocurrido, que mi triste realidad hubiera desaparecido y que yo me encontrara muy lejos, en un lugar mejor, pero nada me había preparado para lo que vi.

- ¿Ha tenido una existencia plena, señor Evans? –Me preguntó un hombre trajeado tras un caro escritorio.

- ¿Quién es usted? –le pregunté, pugnando por levantarme.– ¿Cómo he llegado hasta aquí?

- Ataque al corazón. Bastante frecuente.

- ¿De qué habla? ¿Quién es usted?

- Ese no es el tema, Sr. Evans. Yo le pregunté primero si había tenido una existencia plena, y ambos sabemos que es de muy mala educación contestar a una pregunta con otra, así que respóndame.

Ya de pie, lo miré con cara de pocos amigos. Aquello me daba muy mala espina.

La música, ¿dónde estaba la música? ¿Un infarto? La música había anulado mis sentidos y me había arrastrado como una corriente marina a las profundidades de mi subconsciente, pero nunca me imaginé que pudiese haber detenido el palpitar de mi corazón. El señor inquietante seguía mirándome desde su escritorio, impasible.

- No he sufrido ningún ataque al corazón –le dije, firme y serio, porque la música ensordecedora y la multitud nacían en mí. La música más primitiva y ensordecedora que pudiera existir nacía en mí, en cada ser humano, en cada animal, aquella música ensordecedora y percusiva que marcaba el orden de mi universo tenía su base rítmica en los latidos de mi corazón.

- Entonces, Sr. Evans, ¿podría usted responder a mi pregunta? Es de suma importancia que lo haga para planear su futuro.

- ¿Mi futuro? ¿Qué me está diciendo? ¿Dónde estoy? ¿Quiere usted decirme qué hago aquí y cuándo voy a volver a mi vida de siempre?

- No sea usted ingenuo, Sr. Evans. Toda su vida ha sido un bobo que se ha creído lo que soñaba y ahora es el momento de despertar. Sólo tiene usted que contestar a mis preguntas con sinceridad y luego…

- Luego ¿qué?

- Luego, ya veremos. Sólo unos pocos pasan la frontera, llegan aquí, al lugar desde que le hablo. Los demás se desintegran y se funden con la nada.

- Y ¿Quién decide? ¿Cómo se hace?

- Le he dicho que las preguntas las hago yo y punto. Aunque si usted no accede a responder, no hay más qué hablar. Fundido en negro y fin.

- A ver, dígame. Quier saber las preguntas antes de decidir si responder a ellas o no.

- Concedido, aquí las tiene escritas.

El Sr. Evans se retira un poco. La música empieza de nuevo a sonar y el aire se llena de notas de color que progresivamente se oscurecen hasta convertirse en una espesa masa gris.

El Réquiem de Mozart inunda la nave de la iglesia. La misa funeral por el Sr. Evans empieza. Todos se miran y parecen decirse: “Ha muerto un hombre bueno”. Seguro que, desde donde esté, nos seguirá ayudando.

1 comentario:

Pura dijo...

Rarito ¿no? Es complicado esto de hacer algo colectivamente.