jueves, 26 de abril de 2012

Cuestión de perspectivas.

A veces vengo aquí. Me siento sobre el césped, a la sombra de cualquiera de los pinos. Permanezco en silencio observando cómo el sol se refleja sobre la superficie del lago, y cómo, a su vez, navegan las pequeñas embarcaciones veleras y las canoas. A mi alrededor se encuentran las familias que han decidido pasar la tarde aquí, junto a sus mascotas, las cuales van de un lado a otro, rodeando los árboles y olisqueando la hierba, sin hacer mucho caso a sus dueños o al caluroso sol. Aquellas familias también miran al lago, mientras observan absortos y con detalle como sus hijos pequeños meten el pie en el agua, con el gesto debatiéndose entre la risa nerviosa y el miedo tranquilo.

Luego están los solitarios. Los que vienen aquí porque viene alguien más. Miran al sol a los ojos en vez de a la típica y conocida escena de domingo. Ni siquiera devoran los intrincados dibujos bordados en los vestidos de las mujeres jóvenes, ni aprecian el vivo color de los barcos de vela, no se conmueven con las risas infantiles estallando en la orilla, no hacen caso a los perros que vagabundean, que golpeando con el hocico van demandando una caria o una pizca de atención. Solo miran con ansía el atardecer. Como si el atardecer fuera un líquido que algún gigante arrojara y que sólo ellos pudieran beber. Miran el atardecer cómo si fuera algo demasiado especial, rebosando melancolía, como si fuera algo bello que duele mirar. Una rosa roja que arde, un tigre blanco convirtiéndose en cristal para luego estallar en miles de pedazos. Todos se recuestan sobre la hierba, se colocan las manos sobre la tripa o las utilizan de apoyo para la cabeza y miran el atardecer. Y fuman sus cigarrillos y sus pipas regalando al aire un deje de aroma a madera vieja. La brisa se empieza a levantar trazando caminos secretos entre los tobillos de las mujeres y sus hombros, entre los juncos que echan sus raíces en el agua.

Alguien toca un instrumento de viento. Susurra una melodía con sabor a miel y a cansancio, una de esas melodías que casan bien con el fin del verano o con las últimas fuerzas que les quedan a las hogueras antes de apagarse. Esa canción teje un vestido de lágrimas para las miradas perdidas de las almas cansadas, pero también mece los corazones de aquellos que se contentan con seguir latiendo. Suena su canción, despacio.

Una chica joven recoge flores silvestres. Crea un ramo. Las mira, descartando algunas que caen devueltas a la tierra pero privadas de su tallo y sus raíces, destinadas a secarse lentamente. Y una niña baila, pero no al compás de la melodía antes mencionada, baila como si, en su cabeza, se reprodujera su propia sinfonía. Baila ajena al lago y a sus barcos, a la hierba, a la sombra de los árboles, a los animales, a las personas. Girando. Girando.

Siempre que vengo aquí disfruto en especial de dos momentos: uno, cuando todavía no ha llegado toda esta gente, y dos, cuando empiezan a recoger para marcharse. El primer momento me gusta por esa esencia que rezuma el lugar a casa vacía y tranquila. El lento susurro del viento acaricia la tierra y remueve las perezosas hojas de los árboles, todo está en silencio. Todo está en calma. Y después, cuando se van, ves ese brillo triste en los ojos de los adultos, pero también llevan atado con delicadeza al gesto una ligera sonrisa de satisfacción. Se despiertan de su sueño lentamente. Recogen las toallas, llaman a los críos, les ponen el collar a los perros, los barcos vuelven al muelle, y así, todos juntos, vuelven a la realidad cotidiana que les tiene preparado el día siguiente.

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