miércoles, 30 de mayo de 2012

PROPUESTA(S) DE ÚLTIMA REUNIÓN.

MÚSICA Y PALABRAS

A) Dicen que una imagen vale más que mil palabras... ¿Pero cuanto vale una melodía? Una pieza musical breve,  como una pieza instrumental (actual o clásica), evoca, si uno se deja atrapar por los sonidos, un gran número de imágenes. ¿Por qué no recorrer a la inversa esta escala de valores y recoger en palabras las imágenes evocadas por una melodía? Ya sea en forma de poema, relato o mera descripción. Como despedida del taller propongo que saquemos de los sonidos (aquello que ya existía antes de un lenguaje articulado) las palabras para nuestra última creación del taller. Es un poco tarde para proponerlo, pero ahí lo dejo... así que, si os apetece, estaría bien que, si Pura puede disponer de un ordenador con conexión a internet y altavoces, cada uno propusiese una pieza que conozca que no tenga letra, la escuchásemos y que cada uno decida cuál le resulta más evocadora para escribir.

B) Si la música "muda" no os atrae, cierto es que muchas canciones actuales (en cualquier idioma) guardan una historia dentro de ellas en sus versos y acordes que puede ser reconstruida o reinventada por cada uno. Canciones que recuerden algún momento especial de nuestras vidas, nuestros momentos de soledad con la única compañía de la música que tantas veces nos ha hecho emocionarnos, canciones que nos devuelvan a la memoria a la persona con quien identificamos la canción. Quizás este sea otro buen material para crear nuestro último escrito del curso. En este caso, también sería necesario un ordenador con internet y altavoces y, esta vez, cada uno elegiría su propia canción y la escucharíamos después de leer cada texto (que, al estar las canciones ya en verso, sería más propio que escribiésemos en prosa, y, a ser posible, un relato) y, estaría muy bien que, para aumentar el vínculo del texto con la canción, se introdujesen, como mínimo, tres o cuatro frases (o versos) de esta (sea en el idioma que sea) dentro del texto.

Espero que os gusten la propuestas, y que alguien lo vea antes del taller de mañana, que la he colgado muy tarde.

P.D.: Todo parecido con cualquier propuesta que haya tenido lugar años anteriores, si es que lo hay, es pura coincidencia (pues yo no estaba en el taller) simplemente se me ha ocurrido escuchando música.


martes, 29 de mayo de 2012

La literatura digital

¿Hacia dónde va la cultura después del boom tecnológico? ¿Y la literatura? ¿Qué es literatura digital? ¿Existen obras literarias infinitas en las que intervengan los sentidos de una forma diferente a la lectura de un libro impreso? ¿Qué campos abre internet para que se de lugar a obras que solo puedan tener un formato digital? ¿Son comparables la literatura tradicional con la digital? ¿Anulará esta última a la primera?
Tantas y tantas preguntas surgen ahora en la mente de nuevos creadores que están viviendo en la encrucijada de la explosión tecnológica que cada vez avanza y se expande más rápido. Navegando, encontré este vídeo donde se plantean estas cuestiones y donde se demuestra la incertidumbre en que viven los creadores más jóvenes, que serán testigos (y seguramente partícipes) del rumbo que tome la literatura del nuevo milenio.

¡Curiosead, escritores!

domingo, 27 de mayo de 2012

Recinto hermético.

Siempre odié aquél lugar. Y cuando lo recuerdo es mucho peor, recortándose la simple y tosca forma rectangular del edificio contra un cielo ceniciento. La fachada era de un ligero color salmón sucio. Igual que el blanco de las paredes del interior, o que el suelo de mármol de la entrada. Adonde miraras siempre podías encontrar algún desperfecto, invisible para cualquiera pero no para mí: pequeñas grietas allí y allá, las absurdas plantas de plástico, un cuadro torcido, los ordenadores de hace años. Y luego estaba el personal con sus sonrisas, su atención, su amabilidad, su pose. Para mí eran todos unos farsantes. Estaba seguro que al terminar su jornada de trabajo volvían a casa contentos y mucho más felices por creerse estar cuerdos. Los fines de semana sus anécdotas sobre pacientes locos serían las más esperadas. Lo podía ver en sus gestos, incluso aunque estuviéramos de visita. Me ponían la mano en el hombro y la apretaban un poco mientras sus labios se curvaban en un amago de sonrisa trágica. Los fluorescentes reflejaban siempre un cierto brillo en sus gafas de montura marrón y fina. Siempre tenían gafas los del personal, y batas blancas, y realizaban los mismos gestos y todo eso que tanto aborrecía. 


Bueno, entonces con ese brillo en las gafas, que llevaban a unos tres o cuatro centímetros por debajo de donde tendrían que llevarlas, y apretándome el hombro me decían: “Todo va mucho mejor, ya verás cómo dentro de muy poco saldrá de aquí”. Todo muy solemne, como si me estuvieran diciendo lo que necesitaba escuchar. Y yo no contestaba. Necesitaba unos segundos para aplacar el dolor causado por sus palabras de cartón piedra. Les devolvía la mirada con el semblante serio, mordiéndome el labio, apretando los puños. Se pensaban que no me daba cuenta de la situación. ¿Todo va mucho mejor? pensaba ¿Para quién? Pero no decía nada. Seguía sentado en la maldita sala de espera, de esas que comparten cuerdos y locos. Viendo aquél desolador paisaje sin saber dónde mirar. Ni siquiera había una mesa con revistas como en otras salas de espera, no, ahí tenías que matar el rato sintiéndote cada vez más vacío, notando como una sustancia cada vez más agría se hacía dueña de tu boca. Veías a aquellas pobres personas andando despacio y como a trompicones, balbuceando, mirando al techo. Y lo peor de todo era cuando por despiste nuestras miradas se juntaban. Y parecían que recuperaban la lucidez momentáneamente para luego volver a perderse en una oscuridad parecida a la que se adueña de un vaso de agua cuando viertes una gota de tinta negra. Y otra vez a andar, a mirar al techo. Y luego escuchabas las risas y los llantos, y todas aquellas voces ininteligibles. Y los que esperábamos el turno de visitas no hacíamos más que sentirnos incómodos ante todo eso, y a sentirnos mal por eso mismo. Y yo quería escapar de ahí, echar a correr hasta encontrar un lugar en la tierra, un tapón que al destaparlo se llevara aquél lugar por el desagüe y, ya de paso, nos mandara a todos al infierno.


 Luego estaba aquél doctor de unos cincuenta años y pelo cano. Con esas malditas arrugas de expresión y esa voz que daba a entender que sabía algo que nadie más sabía. Como si al acabar cada frase fuera a reírse o algo así. Y venía andando despacio, se ponía a hablar con las enfermeras o con los bedeles aunque supiera que le estabas esperando. Pero no podías hacer nada. Esperar. Esperar. Ahí todo era esperar hasta la desesperación, hasta casi preferir quedarte allí con el resto de locos para no tener que volver otra vez. Y pasaban largos minutos hasta que llegaba y se ponía a hablar de cualquier estupidez, tardaba horas en ir al grano. Luego se aclaraba la garganta y te decía lo mismo de siempre. Llegué a odiar a ese doctor. Parecía sacado de algún tipo de culebrón. Era una completa pérdida de tiempo, un dolor sumado a la gran tristeza que me dominaba cuando ya, por fin, avanzaba por aquellos pasillos eternos y blancuzcos donde estaban aquellas habitaciones sin personalidad, siempre en penumbra. Si tan solo tuvieran una flor, una fotografía, un poster, todo cambiaría. Pero sólo eran el esqueleto de una habitación, la sencillez elevada a la enésima potencia. 


Al avanzar por ese pasillo iba perdiendo fuerzas. Aquí no había pasado, ni futuro. Todo el tiempo era un presente detenido. Eran, para ellos, un día exactamente igual al anterior, y exactamente igual que el día venidero. Y también pensaba en el mundo real que existía fuera de aquí. Nadie se ponía a hablar de lugares como este, nadie hablaba de cárceles, nadie hablaba de hospitales. Nadie hablaba de nada de lo que fuera complicado hablar. Hacían como si no pasara. Era horrible. El mundo perdía su lógica. Se deformaba y se retorcía. ¿Por qué, por qué, por qué? Retumbando en mi cabeza. Eterna pregunta sin respuesta. Era duro observar a aquellas personas sumidas en la gran injusticia que a veces se vuelve la vida, en la gran broma macabra de la pérdida, en el puñal en que a veces se transforma la infancia o en lo que fuera que les hubiera llevado a esta situación. Atontados por las pastillas. Aislados. Todo aquello que nos parece tan terrible introducido entre cuatro paredes y un techo. Algo chupaba mi energía. Era para echarse a llorar. Las edades entremezcladas, los diferentes grados de locura dispersos por diferentes salas llenas de juguetes sin sentido, y de música clásica de compositores totalmente desconocidos, y esos chillones y extraños dibujos animados en el televisor.


Fue curioso una vez. Mientras esperaba sentado, en la sala había un hombre de mi misma edad. Su hermano gemelo estaba aquí. Hablamos, mitad forzados por ser los únicos que estaban esperando a poder hacer su visita, mitad queriendo olvidarnos del lugar en el que nos encontrábamos. Me dijo medio en broma que en más de una ocasión había pensado en dar el cambiazo con su hermano. Decía que él era el fuerte de los dos, que era el mayor. A él no le importaría pasar un tiempo allí, fingiendo estar loco, hasta poco a poco ir demostrando que no lo estaba, y poder salir. Me dijo que sus padres pagaban el internamiento de su hermano, no entendían lo que era este sitio. Ni siquiera venían de visita. Él sí lo sabía pero no podía hacer nada. Cuándo le pregunté por qué no hacía el cambiazo no me contestó. Aunque luego yo mismo hallé la respuesta. Aunque eran gemelos el hermano internado parecía tener diez años más. La pérdida del pelo, la mirada, como dos pequeños charcos grises de cien kilómetros de profundidad. Eran los hermanos gemelos menos parecidos que había visto nunca. Era triste. Muchas cosas lo son. También era triste pensar que aquí se encontraban las ovejas negras de cada familia. De los que no se habla, de los que no se pregunta, tan solo entre cotilleos en las reuniones familiares en las que entablan conversación familiares lejanos que casi no se conocen.


El pasillo se terminaba justo llegando a su habitación. Siempre me costaba un poco entrar. Respiraba profundamente. Una vez, dos veces, tres veces. Llamaba a la puerta entornada, y entraba despacio. Me sentaba en la cama, a su lado. Intentando tragar el nudo en la garganta que se me formaba. Que más que nudo parecía una mano férrea intentando asfixiarme. Ella siempre se tocaba el pelo, jugaba con sus rizos. Y la mirada, la mirada miraba al infinito. Tan terriblemente bella y tan lejana, en otro mundo al que no podía acceder. Mundo de cubito de hielo, de isla minúscula, de planeta perdido. Muchas veces canturreaba o tarareaba alguna canción desconocida por mí. Tal vez desconocida por todo el mundo. Y sobre la mesa del escritorio había decenas de folios desparramados. Con frases escritas que terminaban en todo tipo de garabatos. La preguntaba qué tal estaba, qué había hecho ese día, todo eso. Sabía que no me iba a contestar. Entonces era yo él que le contaba cómo me iba, qué había hecho desde mi última visita, cómo se encontraba el gato, que películas había visto, que libros había leído. Cualquier cosa. A veces permanecía largos ratos sin decir una palabra, mirándola, esperando algún tipo de reacción. Pero ella seguía estirándose los mechones de pelo, y tarareando, sonriendo. Incluso a veces parecía feliz. Era extraño. Nunca quería ir pero cuando iba siempre quería quedarme ahí, a su lado, escuchando esas cancioncillas. Pero las visitas tenían un turno establecido. Una enfermera llegaba hasta la habitación, asomaba la cabeza, no tenía que decir nada. Me costaba despedirme, prometía volver, decía que se pusiera bien. Que esperaba que volviera a ser la de siempre. Me sentía un poco ridículo, la enfermera esperaba paciente a que acabara de hablar. Aunque imagino que no estaría escuchando, pensaría en sus cosas. En la lista de la compra, una llamada importante que tenía que recibir, cosas así. Ver despedidas entre paciente y visitante formaba parte de su día a día. Era normal que no le importara absolutamente nada lo que tuviera que decir. Una vez terminaba de hablar la cogía de la mano durante un par de segundos, como para absorber el suave tacto de su piel, su presencia. Con fuerza, con ansía, con el corazón y el cuerpo hecho polvo. Intentando recuperar todo aquél amasijo de ilusiones y sueños que ahora yacían encerrados en un recinto hermético. 


Volvía a recorrer el pasillo, todavía más lúgubre y oscuro. Tan desolador como un pueblo en ruinas. Y volvía a pasar por la sala de espera donde poco a poco los visitantes se iban congregando para volver a hablar con algún médico o con quién fuera que hablaran. Ahí estaba el médico de pelo cano, con su desquiciante presencia. Y después la calle. Con sus coches aparcados, sus alcantarillas, semáforos, bancos y papeleras, sus peatones paseando a perros, y el ruido y la contaminación, y los desastres naturales. Eso sí era de locos, y lo odiaba, tanto como aquél lugar dónde ella estaba.

viernes, 25 de mayo de 2012

Para todos los soñadores




LA IMPORTANCIA DE SOÑAR PARA GANARSE LA VIDA

    La escritura no es una carrera; no funciona como una carrera. Los grandes escritores son como grandes artistas: se dedican a ello porque quieren hacerlo, no porque haya dinero de por medio. Por consiguiente, si es el dinero lo que te interesa, ve y hazte banquero. Se trata de soñar para ganarse la vida. Nuestra sociedad necesita soñadores. En mi opinión, las personas más importantes en cualquier sociedad son los narradores de historias. Todas las sociedades han considerado a sus soñadores como algo de vital importancia. Así que escribe lo que quieras escribir. No escribas lo que creas que otros quieren. Tienes que creer en tu propia escritura. 

    Lo más importante es actuar como Dios. Estás creando un mundo entero. La imaginación es más importante que la investigación. La gente habla mucho sobre investigación y a menudo me pregunta sobre ella como si se tratara de algo mágico. La investigación más importante es la investigación que uno hace dentro de su propia cabeza. Encuentra la magia en la realidad. Dickens describe la niebla como si fuera un animal; es la magia de las palabras lo que hace que algo tan común como la niebla cobre vida. Así que aprende a soñar. Aprende a mirar y a escuchar al mundo.

 Escribir tiene que ver con pasárselo bien, disfrutar con ello, relajarse en ello. Deja que las palabras te lleven donde ellas quieran ir. Permítelas que te guíen y te llevarán a lugares con los que nunca soñaste.  

Philip Kerr 
Escritor de novela negra


La Universidad Internacional Menéndez Pelayo, ofrece una serie de cursos de muy distinta índole en los meses de verano. El fragmento que acabas de leer, corresponde a un curso titulado "Cómo se escribe un buen texto", que imparte el escritor Philip Kerr. Si te interesaría un curso como éste, o simplemente tienes curiosidad por saber qué otros nueve consejos da P. Kerr sobre la escritura y el oficio de ser escritor, pincha en el siguiente enlace. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

Digo: Invento palabras.

Digo: Me siento destarcalado, sí destarcalado, como una habitación en la que no deja de llover, con los muebles caídos, los libros por el suelo y la cubertería clavada en el techo lleno de nubes.

Digo: sí, detarcalado, y confundirioso, como perdido en un bosque de personas en movimiento que de repente se enraizaron al suelo de las calles, y no me dejaron ni andar ni correr, ni hablar ni ser libre. Entonces me enfurecí, por sentir que el mundo me tendía una trampa. Una trampa surgida de tus más terribles pensamientos, una trampa de gentes a las que ya no importa nada, ni el mundo, ni la vida, ni yo. Ni ellos mismos.

Digo: Destarcalado, confundirioso.

Digo: Abanderdido ¿Sigues necesitando una explicación? Abandonado por Dios y el Diablo, por no tener valor para rendirme. Confundido, porque ya no sé a dónde dirigirme.

Dices: (…)

Digo: Tú no dices.

Digo: Ya lo dijiste todo y nada.

Digo: Porque por ti ya sólo puedo decir penugnancia. Pena de llorar en nombre de todos los momentos que guardaste para no hacer nada. Repugnancia, tanta como para llenar de vómito todos los rincones de tu existencia. Por no haberla aprovechado.

Digo: Me faltan palabras para poder sentir en condiciones. Voy a llenar los márgenes del diccionario de blasfemias verbales. Escribiré mil veces las dos mil palabras que necesite para poder hablar, y las subrayaré en amarillo para que se te salgan los ojos de las órbitas cada vez que leas sus páginas.

Digo: Sí, algunos inventan palabras. Yo en cambio prefiero violarlas, acabar con su dignidad, corromperlas hasta que se desentrañan.

Dirán: ¡No existen!

Digo: ¿Y qué? El lenguaje es mío y me lo follo cuando quiero.

Dirán: ¡Oh! Que burdas palabras.

Digo: Mentira, peores son las palabras que son utilizadas para la mentira y para la falacia.

Dicen: (…)

Digo: Sólo dicen silencio, silencio insensible. Silensible. No se paran a contemplar nuestras miradas de incredulidad cuando vemos que ya nadie recuerda la tristeza. No ayudan a los mendigos desvanecidos, pasan de largo ante robos a mano armada, prefieren el fútbol a la defensa de sus derechos. No gritan, no se quiebran en llantos. Por dentro son desiertos. Por fuera no luchan ni viven. Carentes de identidad. Maniquíes sin rostro desperdigados por las costas de todas las ciudades. Llenándose de algas y de arena con el golpe de las olas.

Dice: (..)

Digo: Él dice que estoy loco, que la vida es perfecta y ordenada, que la guardería apunta al colegio y el colegio a la universidad. De la universidad al trabajo de tu vida. De tu vida, que es lo que tendrás que pagar a cambio de él. Un matrimonio y tres hijos, un chalet adosado con jardín y piscina. Vecinos idiotas que hacen barbacoas los domingos.

Decimos: Somos los que nos salimos del camino de tarjetas Visa Oro. Los armados con paciencia, puños cerrados y muy poca vergüenza. Somos los inadaptados. Los que sobrevivieron a las familias desestructuradas. Somos los que inventan palabras, e imágenes, cuentos y mundos paralelos. Porque lo real nunca es suficiente, y no me digas que no se puede cambiar.

Decimos: Somos los que dijimos en alto lo que otros ni siquiera se atrevieron a pensar. Los que esperan que diez mil años de evolución hayan servido para algo. Los que confían en el despertar de esos cerebros cargados de prejuicios y de métodos para escapar de la realidad.

Digo: Me voy, quiero ver el mundo, quiero grabar en mi memoria cada uno de los atardeceres de mi vida. Quiero conocer a toda la humanidad. Quiero hablar todas las lenguas, saborear todos los manjares del mundo. Quiero alegría. Quiero miedo, sudor, lágrimas, temblores, frío, quemaduras, herida de bala, palabras, silencios, abrazos, sueños. Quiero saberlo todo, conocerlo todo.

Decís: (…)

Digo: Decís que soy un soñador, que moriré como un apátrida. Sin origen ni familia ni amigos. Que no encontrarán mi cadáver. Que mi vida y mi alma se perderán. Que nadie recordará mi historia.

Digo: Que os jodan.

Digo: Son los momentos que poseo, y los deformaré hasta hacer de ellos esculturas de lo que siento.

Digo: Y un cuerno, la vida es monstruizante. Monstruosa, como un millón de litros de agua abalanzándose sobre ti. Alucinante, como contemplar la creación del sistema solar en segundos.

Digo: La vida es un enorme teatro, la vida es la verdad del mundo. Y decir la verdad de las cosas es decir la poesía de las cosas.

Dicen: (…)

Digo: No sé que dicen, tal vez he dejado de escucharles.

Digo: A la mierda la universidad, a la mierda la vida predefinida de filetes plastificados. A la mierda las amistades en holograma, los destinos homologados, felicidad en tetrabrick. Come a las dos, levántate a las siete, media hora en el gimnasio, tu imagen siempre será imperfecta, ejercicio envasado al vacío. Ocho porciones diarias de sueño. Soñar es para niños e inmaduros. Imaginar es de locos. Amor con conservantes, sexo con colorantes. Pero la luz apagada. Que le jodan a las veinticuatro horas de contacto inhumano, a la batería chupasangres del smartphone. Pronto la conectarán a nuestras almas. Pronto reiremos en sobres de doscientos gramos, sentiremos en emoticonos.

Digo: Pronto venderán porciones de catarsis en píldoras, orgullo en pastillas efervescentes, pasiones en complejos vitamínicos. El sentido de tu vida en galletitas de la suerte

Digo: Lárgate de aquí. Vive como te diga el instinto. Cambia drogas por cumbres nevadas y el What's up por la selva más lejana. Vive como lo sientas, no necesitas un título firmado por alguien que no conoces para lograr eso. Se acabó el contar calorías, el medir la cantidad de oxígeno utilizado para respirar. Que empiece todo de nuevo, que empiece la poesía, que empiecen los cuentos y el teatro.

Dicen: ¡Pero es terrible, vas a acabar con todo!

Digo: No, voy a crearlo todo.

martes, 22 de mayo de 2012

Piñón fijo

  • Elige una palabra (por su sonido, su significado, su forma...). 
  • Empieza a escribir lo que quieras (un relato, una descripción, un poema...).  
  • Cada diez palabras aproximadamente, has de incluir la elegida, venga o no a cuento, a piñón fijo.
 Eso es todo.

sábado, 12 de mayo de 2012

¡Qué bien...

ver todos nuestros escritos juntos, tan distintos en temas, estilos, voces...!
Espero que a todos os guste tanto como a mí vernos así, ante una misma tarea, fruto de una misma afición.

viernes, 11 de mayo de 2012

La imposible circularidad de la memoria


Abrió la puerta y el mundo se le vino abajo. Nada de lo que allí encontró le resultaba extraño pero tampoco lo reconocía como propio. Era su casa, allí estaban sus recuerdos, los recuerdos de su madre y de la madre de su madre, y de sus hermanos y sus tíos, pero, a pesar de ser consciente de todo esto, notaba algo raro que le impedía identificarse con el espacio.
De todos modos, entró y se adentró por el pasillo, largo y oscuro, que salía de un recibidor pequeño con una sola puerta. Ese pasillo había sido el lugar cuya infancia había ido transformando en pista de carreras de triciclo, circuito de chapas, escenario de exhibiciones de patinaje, etc. etc... En su adolescencia llegó a odiarlo pues su suelo de madera vieja y estropeada por los años delataba a todos los habitantes de la casa cualquier movimiento -permitido o prohibido- que él quisiera hacer. Más tarde, durante sus estudios, el pasillo largo y oscuro sirvió de senda de ida y vuelta para memorizar los gruesos volúmenes de todo tipo de Derechos.
Pero el pasillo no acababa en sí mismo, sino que como si de un afluente se tratara, casi al final de su curso, salía otro, algo más pequeño y más luminoso. Allí sí había recuerdos acumulados y allí sí que se reconocía. El primer beso, la alegría del encuentro fortuito, la libertad de la niñez. Todo se agolpaba desordenadamente en esos metros que acababan en la cocina, grande, espaciosa, necesaria. De allí, y con un giro tan brusco que más de una vez hizo que la sopa y la sopera se vinieran abajo, un pequeño paso permitía el acceso al comedor: una gran mesa rectangular, sobre la que pendía la inmensidad de una lámpara de cristal, ocupaba el centro de la habitación. En esa mesa debían de caber muchas personas, pensó, pero por más que quiso sus recuerdos no avanzaron y no pudo verse sentado a la mesa acompañado de sus padres y sus hermanos. No insistió, su incapacidad le entristecía.
Al comedor abrían dos puertas y desde él, bajo un pequeño arco, empezaba otro pasillo. Lo recorrió atento a las formas, los olores, los ruidos. Pero nada le resultó familiar. Desembocó en una sala, una especie de cuarto de estar, con una camilla, una mesa para la tele y una gran librería en donde bailaban tres o cuatro libros por estante. Cogió el primero que vio: Callejero de Madrid, 1970. Versión revisada y actualizada, con nuevos  planos de la ciudad. ¡1970! ¡Oh!. Y más allá este otro: El libro de la selva (cuento ilustrado). El corazón hizo un amago de acelerarse, pero enseguida volvió a su ritmo normal. 
Salió de la habitación no por la puerta por la que había entrado, sino por la que estaba enfrente y justo al lado de la gran librería. Allí ya había estado, se dijo. Y mirando con detalle a su alrededor vio de nuevo el comienzo del pasillo largo y oscuro, que salía de un recibidor pequeño con una sola puerta, que era la última por la que él había pasado.
En ese momento sonó el móvil; era un mensaje. Con torpeza y lentitud, sacó el aparato del bolsillo, le dio al botón que estaba iluminado y leyó en la pantalla: "No te muevas de ahí, papá. Ya voy a buscarte. Espero que la visita que te sugirió el médico te haya hecho bien. Nos vemos enseguida".
Con la misma torpeza y lentitud, pero con sumo cuidado también, volvió a guardar el móvil en uno de los bolsillos de la chaqueta al tiempo que de otro sacaba un pañuelo, perfectamente blanco, perfectamente planchado, con el que se secó las lágrimas suavemente.

Dedicado a todas las personas cuya memoria
les abandona antes de tiempo.

jueves, 10 de mayo de 2012

Cuentos Circulares.

Observo como el tren abandona la estación, perdiéndose su ruido a medida que gana velocidad. Salgo del andén pensando que no será el último tren que vea marchar. Veré muchos otros. Y el sentimiento que me acompañará al salir del andén podrá variar entre una insondable tristeza o una intensa sensación de alivio. 

Llego a la calle con las manos en los bolsillos, hace poco que ha debido atardecer. Y, aunque todavía hay luz, las farolas ya empiezan a encenderse, despacio, con rostro somnoliento. Los coches van en un sentido y en otro, igual que los peatones. Todo se me antoja gris. Sé que no es gris, pero lo veo así. Camino con la vista fija en un metro por delante de mis zapatos, sumergido en el hervidero de avispas del gentío. Miro la hora en mi reloj de pulsera, se me echa el tiempo encima. 

Tardo un minuto o dos en parar un taxi, luego, en su interior, me acomodo en el asiento trasero y apoyo la cabeza en el cristal de la ventana mientras miro el paisaje callejero que transcurre tras de mí. Y ese paisaje suena a jazz desafinado, sabe agridulce, es áspero, huele a humo. Los coches esperan pacientes a que el semáforo se ponga en verde. Empiezan a caer gotas de agua contra el cristal, son tan pocas y tan aisladas que el taxista no pone el limpiaparabrisas. Una tenue bruma parece surgir del asfalto. Y en los demás automóviles todos tienen el mismo gesto cansado. A mi derecha hay un parque, una cafetería, un banco, un quiosco, cuyas imágenes pasan, ante mis ojos y a través del cristal de la ventana, a toda prisa, quedándose el color del exterior de la fachada del último local que he visto. 

Pago al taxista. Mis pies se posan en las baldosas que componen la acera. Me introduzco entre la muchedumbre como uno más. En realidad nada me diferencia de ellos. O puede que saberlo sea lo único que me diferencia. Bajo por las escaleras mecánicas. Las personas llegan y se van, o sólo están de paso o sólo pasean. Van con carritos y con maletines. 

Busco un asiento que esté al lado de la ventana, lo encuentro, al cabo de un rato. Alguien se ha dejado en el asiento de al lado el periódico del día. Lo cojo y lo leo despacio para no aburrirme durante el trayecto. Leo la portada y observo, despacio, las fotos y sus pies de foto. Me pregunto si estas son de verdad las noticias del día. Vuelvo a mirar mi reloj de pulsera. El cielo ya está oscuro. 

Al bajarme en mi parada observo como el tren abandona la estación, perdiéndose su ruido a medida que gana velocidad. Salgo del andén pensando que no será el último tren que vea marchar. Veré muchos otros. Y el sentimiento que me acompañará al salir del andén podrá variar entre una insondable tristeza o una intensa sensación de alivio.

Circular.


La gota de lluvia se deslizaba por la venta en el instante en que Martina cayó por ella. Rompiendo el cristal y su vida en mil pedazos. Lo último en lo que pensó fue en que estaba volando, despidiéndose sin querer de la vida que tanto amaba. Luego sintió que se partía en dos y la nada la envolvió. Todo quedó en silencio, cubriéndose la calles de la penumbra que sigue al estruendo; luego, poco a poco, el resto de los sonidos comenzaron a sonar de nuevo. Y la gente empezó a correr sin saber a dónde y a chillar sin saber por qué. El cielo se cubrió de una espesa ceniza, y Daniel aún sentía el incesante pitido en su oído derecho cuando abrió los ojos. Desorientado, observó el caos que le rodeaba como si fuera una película de la que sólo era un espectador. Sentía que respiraba fuego, y  observó lo que había quedado del edificio, derruido como si un enorme agujero negro se hubiera tragado la calle. Intentó erguirse y entonces lo notó: era como si la muerte le estuviese susurrando al oído que alguien estaba diciendo adiós. Al girarse, allí, junto a él, en el suelo, yacía una chica... con los ojos abiertos, azules como un día de verano, las mejillas magulladas, las manos cerradas y el rostro buscando una luz que no se hallaba en ninguna parte. Daniel no supo qué hacer, se le estranguló la voz antes de llegarle a los labios, y notó el peso de la sal sobre su mejilla mientras sus dedos cerraban con suavidad los ojos sin vida de la chica sin nombre.
¡Daniel!

Se giró, sorprendido por escuchar aquella voz.  Buscó entre el humo gris y el llanto lento de los que contemplaban el desastre, a la dueña de aquel grito desesperado. Comenzó a caminar lentamente, intentando adivinar su figura, tropezando y chocando con quienes andanban tan perdidos como él. Sólo tenía que seguir escuchando aquella voz, y todo saldría bien. Entonces la vio, sonriéndole a él en medio de la locura del mundo, respirando lentamente, con las manos temblando, casi sin creerse que hubiera encontrado lo que estaba buscando tan desesperadamente.

Amalia - susurró, y se detuvo, viendo como ella avanzaba hacia él, dibujando un lazo que los unía a los dos, y amarrándose a él comenzó a andar hacia ella. Entonces, mientras ésta le miraba fijamente, tranquila, porque ahora que le había encontrado todo volvía a ir bien, se produjo de nuevo un ruido tremendo, como si toda la furia del universo hubiera sido liberada en un sólo estallido. Y la bomba arrastró a Amalia contra el suelo,  fracturando su vida en mil pedazos.  Lo último en lo que pensó fue en Daniel... porque su corazón aún era feliz cuando se paró.

Después, la nada la envolvió.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Cuento Circular

Clara vivió una infancia y una adolescencia tranquilas al cuidado de su padre, quien la había aislado de toda relación con un hombre que no fuera él para proteger su divina pureza. De su madre, Clara solo supo que había muerto durante el parto. Vivían una gran villa cerca de un pequeño pueblo acompañados de un gran número de criadas de todas las edades que la cuidaban y enseñaban, a la vez que velaban por su aislamiento dentro de los límites de los dominios de su padre.
Poco después de cumplir los veinte años, aprovechando la ausencia de su padre por un viaje de negocios, Clara consiguió burlar la vigilancia de las criadas y escaparse. Al llegar al pueblo, se cruzó con un joven muchacho, el hijo del lechero, que se enamoró perdidamente de su belleza sobrenatural. La inocente Clara, excitada por el hecho de que el primer hombre que veía a parte de su padre se interesase por ella, accedió a pasar el día con él, ocultándose de las criadas que habían aparecido en el pueblo buscándola desesperadas.
Al caer la noche, Clara ya se encontraba absolutamente cautivada por el joven enamorado y aceptó la propuesta que él le hizo de pasar la noche juntos en una pequeña casa de madera que había construido al lado de un pequeño río que cruzaba el bosque. Una vez allí, hicieron el amor.
Cuando Clara regresó a la villa de su padre, todas las criadas le preguntaron horrorizadas dónde había estado y a quién había conocido con una inquietante insistencia, pero Clara se limitó a responder que simplemente quería ver el mundo mas allá de las tierras de su padre. 
Semanas después, y con el padre de Clara de regreso, el rumor de su embarazo corría entre las criadas y, cuando se constató haciéndose ya evidente, poco pudieron hacer ellas por ocultárselo a su padre, quien, al enterarse de la noticia, lloró desconsoladamente durante semanas hasta que murió de tristeza. Clara había dejado de ser un ser puro y divino.
La jefa de las criadas, al ser consciente de la desdichada realidad a la que se enfrentaban, buscó por todo el pueblo al joven responsable al que condujo hasta la villa.
-A partir de ahora, la mansión y todas las tierras que la rodean son tuyas, pero habrás de trabajar duro para cuidar a tu hija con nuestra ayuda y habrás de impedir que sobrepase los límites de tus dominios y que conozca varón, pues si lo hace, estará condenada a una muerte terriblemente dolorosa y agónica durante el parto por haber mancillado su alma y su cuerpo celestiales. Vayamos pues ahora a ver a Clara, a quien está a punto de pasarle esto, igual que sucedió con su madre.



Jazz y lágrimas... infinitos

Recomendación para la lectura: http://www.youtube.com/watch?v=V32pK_r-Zhg

A veces parece que la vida es un abismo que se abre ante una dispuesto a engullir todo futuro que pueda presentarse.
El cielo solloza silencioso, y ante mis ojos discurren sus débiles lágrimas. Un melancólico Miles Davis intenta consolarlo.
Los acontecimientos empiezan a sucederse, cada vez más rápido, cada vez más libres de las vanas cadenas con las que intentamos retenerlos. Corren, se deslizan burlones ante nuestra sorpresa, que siempre termina en resignación. Al final, abatidos por ese estúpido y pedante tic-tac, dejamos que el tiempo pase. Es lo único que podemos hacer. La rutina entonces se relame, porque sí, al final lo ha conseguido: nos ha metido en su bucle del que tanto nos cuesta salir.
La odiamos pero al mismo tiempo nos aporta seguridad. Es por eso por lo que tememos tanto esas tijeras que en algunos momentos repentinamente, cortan, el hilo, rompen la vida, nos dejan pendiendo de... nosotros mismos.
Miles Davis deja entonces la trompeta y se fuma un cigarro. Al cielo parecen acabársele las lágrimas en un solo instante.
Pero las lágrimas, como las canciones de jazz, son infinitas. El CD vuelve a comenzar y el cielo redobla su llanto con rabiosa intensidad.
Hay veces, que la vida se abre con una enorme grieta bajo nuestros pies, negando toda posibilidad de un mañana, pero, el tiempo, infatigable, tiende bajo nosotros una superficie sobre la que caminar. Unas veces, es una traicionera plancha de hielo, otras, una tabla de madera que cruje bajo nuestros pasos, pero al final, seguimos caminando. A la vida le importamos más de lo que quiere reconocer.

Cuentos circulares

Llueve, y como cada vez que llueve hay mucho trabajo, demasiado. Corro hasta la puerta lateral y llamo al telefonillo. Trato de resguardarme bajo el tejadillo mientras espero a que me abran. En silencio como siempre alguien tras la cámara pulsa un botón y me deja pasar. Tras cruzar el recibidor apresuro el paso por el pasillo. Una vez en el vestuario me pongo el uniforme y regreso sobre mis pasos para entrar en las taquillas, donde una silla vacía y un ordenador me esperan aún calientes por el anterior turno. Como cada fin de semana que llueve los cines Visual se inflan de gente, llenando cada sala como yo lleno mis pulmones. Miles de personas buscan un lugar donde guarecerse mientras que yo deseo escapar de este minúsculo habitáculo donde casi no quepo. Según va cayendo la tarde una larga cola se va formando, jóvenes en busca de susto, niños pidiendo risas y palomitas, un adulto cansado de los dramas de su vida, un viejo que ha visto mucho, todos se van sucediendo delante de mí, haciéndome compañía hasta que empieza la película. Y otra vez solo. Mi rutina es simple, los que buscan intimidad al fondo, los que quieren que les salpique la sangre delante, y así ir llenando cada butaca con una vida que no conoceré, un aliento que no respiraré. Y la noche me ciega con sus luces gritando la película de la semana. Haciendo que la gente se vaya a cenar, dejándome vacío. Entonces puedo al fin quitarme el uniforme; y respirar aliviado la tierra empapada, las estrellas apagadas, y la libertad de volver a casa. Esa noche mientras ceno escucharé el telediario anunciando precipitaciones para mañana. Y pensaré: solo odio mi trabajo cuando llueve, pero en esta ciudad parece llover siempre.

lunes, 7 de mayo de 2012

Cuentos circulares


En medio de un claro, el caballero ve el cuerpo de la muchacha, que duerme sobre una litera hecha con ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores. Desmonta rápidamente y se arrodilla a su lado. Le coge una mano. Está fría. Tiene el rostro blanco como el de una muerta. Y los labios finos y amoratados. Consciente de su papel en la historia, el caballero la besa con dulzura. De inmediato la muchacha abre los ojos, unos ojos grandes, almendrados y oscuros, y lo mira: con una mirada de sorpresa que enseguida (una vez ha meditado quién es y dónde está y por qué está allí y quién será ese hombre que tiene al lado y que, supone, acaba de besarla) se tiñe de ternura. Los labios van perdiendo el tono morado y, una vez recobrado el rojo de la vida, se abren en una sonrisa. Tiene unos dientes bellísimos. El caballero no lamenta nada tener que casarse con ella, como estipula la tradición. Es más: ya se ve casado, siempre junto a ella, compartiéndolo todo, teniendo un primer hijo, luego una nena y por fin otro niño. Vivirán una vida feliz y envejecerán juntos.
Las mejillas de la muchacha han perdido la blancura de la muerte y ya son rosadas, sensuales, para morderlas. Él se incorpora y le alarga las manos, las dos, para que se coja a ellas y pueda levantarse. Y entonces, mientras (sin dejar de mirarlo a los ojos, enamorado) la muchacha (débil por todo el tiempo que ha pasado acostada) se incorpora gracias a la fuerza de los brazos masculinos, el caballero se da cuenta de que (unos 20 o 30 metros más allá, antes de que el claro dé paso al bosque) hay otra muchacha dormida, tan bella como la que acaba de despertar, igualmente acostada en una litera de ramas de roble y rodeada de flores de todos los colores.
QUIM MONZÓ. El porqué de las cosas


Seguro que todos hemos percibido alguna vez la circularidad de la vida, que hemos vivido situaciones en las que todo, en vez de avanzar, nos llevaba de nuevo al inicio, como si de un juego de la oca se tratara.
Hoy vamos a poner eso en claro y nuestra tarea será redactar un cuento circular, al modo del de Quim Monzó, que incluyo más arriba. Hay muchos otros que nos pueden servir como ejemplos. Ya os los enseñaré el miércoles. Hasta entonces, id pensando... A ver hasta dónde llegáis (y no os despistéis, que hay que volver al punto inicial).