miércoles, 22 de mayo de 2013

La enfermedad del beso


Muere en una exhalación el tiempo. La ciudad se estanca en una noche sin meta. Las farolas alumbran amarillentas por debajo de sus pies unas calles mudas. Asustada, la luna parece desear esconderse tras jirones de nubes, que pronto se deshacen entre los dedos sibilantes del viento.
La llama del mechero ilumina fugazmente su rostro, mientras el papel comienza a consumirse, ansioso por lamer sus labios. El humo entre los dientes lejos de la azotea sorda como temiendo las palabras que pueda escupir sin querer su boca.
El olor de su presencia embota de pronto sus sentidos. Ni siquiera se gira para mirarla; sabe exactamente qué sonrisa esboza en este preciso instante. Satírica, por encima de todo mortal.
Como siempre, se siente absurdo. Su presencia lo reconforta, a pesar de todo. Nota cómo le corroe la nuca con su mirada oscura; cómo él necesita clavar las uñas en sus ojos; cómo desea tirarla por encima del muro que los separa del vacío. Cómo estaría dispuesto a arrojarse a ese mismo abismo con una sola palabra suya.

No. Eso no existe. Todo esto es una pura invención de una mente saturada de cafeína y recuerdos absurdos. Se está engañando a sí mismo.
Da una calada profunda, inundando de veneno negro sus pulmones. La odia, sin más. Ahora mismo, podría darse la vuelta, y sencillamente, asesinarla con sus propias manos. ¿Verdad?
Un fría ráfaga de aire pútrido separa la colilla de sus dedos, y con ésta, todas esas ideas estúpidas.
Mira a su alrededor, desconcertado. La más absoluta y absurda soledad rodea su figura.
Un suave suspiro susurra en su oído, quizá dentro de sí mismo. El único beso que recibirá hoy será el de la eterna noche, silenciosa y mortal.

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